Se cuenta que cierto caballero, que no sabía nadar, cayó, para su desgracia, en las turbulentas e incontrolables aguas de un caudaloso río. Arrastrado por la fuerte corriente vino a pasar cerca de las ramas de un árbol, de las cuales intentó agarrarse. Lamentablemente no lo consiguió, pues sus manos mojadas, resbalosas, débiles y casi congeladas, no se lo permitieron.
En su acelerado y desastroso recorrido hacia una muerte segura, vio a unas personas que jugaban en la ribera. Desesperado, les gritó suplicándoles ayuda. Uno de ellos, lleno de curiosidad y con asombro, le preguntó:
— ¿Cómo te caíste al río?
— ¡Sujétate de las correas de tus zapatos! —le gritó burlonamente otro.
— Si yo estuviera en tu lugar trataría de nadar en zigzag y mantendría la cabeza a nivel del agua y en dirección a la orilla. De esa forma saldría —le aconsejó un tercero.
Por último, con muy buenas intenciones pero con escaso sentido común, uno del grupo le lanzó una linterna, una brújula, ropa y comida, al tiempo que le advertía:
—La próxima vez procura ser más prudente.
Al final, objeto de burlas, análisis, preguntas y consejos, el pobre hombre terminó ahogándose y destrozado por las aguas torrenciales.
Este relato ilustra las diferentes acciones y actitudes —inútiles y contraproducentes— que generalmente tomamos hacia las personas que han caído en las redes del pecado: pedimos explicaciones, damos consejos, gritamos regaños, y hacemos burlas y chistes.
Pero Dios es diferente. Cuando tú y yo estamos hundidos en el pecado, arrastrados por nuestra maldad, sufriendo las dolorosas consecuencias de nuestros actos, el Señor no nos interroga para que le informemos de cómo nos hemos vuelto pecadores, no se burla de nuestra desgracia, no nos condena por nuestra necedad, no nos lanza un salvavidas para que flotemos, no nos da una brújula para que nos orientemos, no nos entrega una linterna para iluminar nuestras tinieblas, ni nos envía una buena provisión de comida.
No. Cuando nos encontramos hundidos en nuestros pecados y siendo arrastrados por nuestra maldad, Dios mismo en persona se lanza al río para rescatarnos.
Una vez que, con todo el respeto que el amor genera, nos ha puesto a salvo en la orilla, entonces, en lugar de condenamos, nos perdona, y nos lanza el salvavidas de la esperanza para que flotemos en un mundo que se ahoga; nos da la brújula de su Espíritu Santo, para que nos dirija siempre hacia el norte, camino a la patria celestial; nos entrega la linterna de su Palabra, para iluminar nuestra senda en medio de este mundo en tinieblas; nos envía una provisión de todo el alimento que necesitamos para desarrollar un carácter sólido.
Mateo 1: 23 afirma: «Una virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Emanuel (que significa: “Dios con nosotros”)». Precisamente eso es Jesús: «Dios con nosotros». Este Emanuel, este «Dios con nosotros», es la respuesta divina al ser humano caído y pecador. Dios con nosotros, es Dios descendiendo a lo que somos y adonde estamos, para recibir en nuestro lugar el castigo que nosotros merecemos, a fin de otorgamos la dicha que no merecemos. «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros seamos justicia de Dios en él». (2 Corintios 5:21, RV95)
Emanuel no es un Dios alejado de nosotros, harto de nuestros disparates, disgustado por nuestra pésima conducta, ajeno a nuestra desgracia, indiferente ante nuestras luchas, insensible a nuestras lágrimas.
- Emanuel es Dios con nosotros en las pruebas, en las luchas, en las decepciones, en los chascos, en los reveses y fracasos de la vida.
- Emanuel es también Dios con nosotros en las tentaciones, en las debilidades y en nuestras caídas en pecado.
- Emanuel es Dios con nosotros en las tristezas, en las depresiones, en nuestros incomprensibles y fluctuantes cambios de ánimo.
- Emanuel es Dios con nosotros en el dolor, en la enfermedad, y en cada valle de sombra y de muerte.
- Emanuel es asimismo Dios con nosotros en el tiempo de angustia y en el día del juicio.
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En toda circunstancia, en todo momento y en todo lugar, Emmanuel es Dios con nosotros, ¡Dios conmigo!, ¡Dios contigo!
No podemos llegar tan lejos, no podemos caer tan bajo, no podemos ser tan malos, que no podamos tener a Dios con nosotros.
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- No hay criminal demasiado desalmado para Jesús.
- No hay drogadicto irrecuperable para Jesús.
- No hay un consumidor de pornografía o un pedófilo demasiado depravado para Jesús.
- Ningún condenado a la pena capital está demasiado lejos de Jesús.
- Ningún homosexual es demasiado pervertido para Jesús.
- Ningún adúltero o fornicario es demasiado bajo para Jesús.
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El es Dios con nosotros. No existe, no hay ni siquiera una situación en nuestra vida, por desastrosa que sea, en la que no podamos contar con Emanuel, con Dios con nosotros.
Dios desea estar cerca de nosotros, tan cerca, que en el lenguaje original Mateo 1:23 no dice «Dios con nosotros», sino: Con nosotros Dios. Su deseo es estar tan cerca de nosotros que no quiere que la simple preposición «con» se interponga entre él y nosotros. Tres letritas son demasiada distancia, demasiada separación para el amante divino.
Emanuel es con nosotros Dios, haciéndose a sí mismo accesible, insertándose a él personalmente en nuestra situación, haciendo posible lo imposible, abriendo las puertas que están cerradas y creando una vía de escape donde no hay salida.
Dios vino a nuestro lado para podemos llevar a su lado. Dios entró en la batalla para poder pelear la batalla por nosotros. Dios pelea contra el enemigo para poder derrotar al enemigo que nos ha derrotado a nosotros.
Para ser salvos no necesitamos bendiciones, necesitamos a Dios mismo con nosotros. Si todo lo que se necesitara para nuestra salvación fueran bendiciones, Jesús podía habernos bendecido desde el cielo, él las podría haber escrito, él las podría haber pronunciado, él las podría haber ordenado. No obstante, lo que a nosotros nos hace falta para nuestra salvación es mucho más que bendiciones; necesitamos al que bendice, pues mucho más importante que la bendición es el que da la bendición.
Tú puedes tener la bendición de heredar millones de dólares, pero carece de todo valor sin el Dios que da las bendiciones. Puedes haber conseguido la bendición de tener el cónyuge de tus sueños pero, sin Dios, tus sueños pueden convertirse en una pesadilla. Puedes haber conseguido la dicha al alcanzar el puesto más encumbrado de una gran compañía y haber duplicado tu salario… Puedes tener todo eso… y más. Puedes tener todo lo que el mundo ofrece; pero sin Dios, ahí termina.
Al fin de todo, ¿qué será lo que habrás conseguido? Cincuenta o sesenta años de agridulce existencia en este mundo incoherente y sin sentido. Para ser salvos, para vivir eternamente, para heredar la tierra nueva, lo que necesitamos no son bendiciones, necesitamos al que bendice, a Emanuel, a Dios con nosotros.
Un padre estaba caminando por un centro comercial con su hijito de dos años. El niño estaba malhumorado: lloraba, gritaba, se tiraba al suelo y pataleaba. El papá levantó tiernamente al niño, lo apretó contra su pecho y comenzó a cantarle de forma repetitiva y desentonando, una canción de amor inventada y carente de rima: «Yo te quiero mucho. Ser tu papá me hace muy feliz. Tú me haces reír, tú me haces gozar…».
Mientras iban de tienda en tienda, el padre continuó cantando a su niño aquella desafinada canción de amor que iba improvisando. El niño se tranquilizó, cautivado por las palabras de la extraña pero dulce canción de amor.
Cuando terminó sus compras el padre salió del centro comercial y colocó a su hijo en el asiento del automóvil. El niño estiró sus brazos, levantó su cabeza y dijo:
—Papi sigue cantado, sigue cantando…
Cuando nos volvemos rebeldes, desafiantes e intolerables con nuestro Padre Dios, él envía a Jesús para que nos tome en sus brazos y nos cante una canción en la que diga que se siente feliz de ser nuestro Padre, que nos ama, que nunca dejará de amarnos, que él es Emanuel, Dios con, no contra, nosotros.